martes, 29 de septiembre de 2009

Cuatro grados

A Eliza,
por haber terminado su poemario.




Hay cosas que a la literatura se le escapa. Esas cosas que sólo se entienden a través del silencio y que no son posibles plasmar ni en un cuento, ni en una poesía.
Arreola decía que la poesía es como el alcohol: hay de distintos niveles de pureza. Así, la mejor de las poesías, la que es posible realizar, es la de noventa y seis grados, y no la de cien como se podría pensar. La de cien es la poesía imposible, aquella que al estar en contacto con el lenguaje se degrada, se desvanece; como el alcohol con el aire.
Así, la perfección en cualquier escrito termina siempre por escapar; le faltan esos cuatro grados que, a mi parecer, son los grados que le corresponden al silencio. Y es en este punto cuando el silencio se vuelve un ejercicio de la voluntad del escritor. Ese ejercicio que va desde callar cuando no se tiene nada que decir (el primer grado del silencio), hasta callar cuando se desea gritar con tinta que el alma está ardiendo (el cuarto grado).
Es por eso que a pesar de estar convirtiéndonos en cenizas, guardamos silencio: emitir palabras sería una traición y una degradación a lo que se está sintiendo. Callamos, dejamos que el alma se queme sin control. Después de todo, el alcohol de cien grados arde mejor que el de noventa y seis.

martes, 8 de septiembre de 2009

Descripción de un paisaje

Hay un hombre sentado en la punta de la escollera. Ese hombre no sabe porqué está ahí, tampoco sabe porqué sostiene una red de pescar en sus manos. Atrás de él, recostadas en el capó de un coche, dos mujeres y una niña lo ven con hastío. Ellas tampoco saben porqué están ahí, pero aun así mantienen su postura sin decir ninguna palabra; además, una parvada de gaviotas pasa volando, todas ellas desconcertadas y sin rumbo aparente. Todo este paisaje es bañado por la luz del sol que acaricia y broncea los cuerpos.
Del otro lado del mundo, un hombre escribe estas líneas. Él tampoco sabe el porqué de sus actos pero siente que, de no haber escrito esto, alguien no hubiera podido acabar con coherencia el cuento que estaba intentando hacer.

Claro de luna

Desde la ventana de mi cuarto veo su cuerpo desnudo dibujado en la luna. Intento tocar su recuerdo, pero es inútil: me han dicho que los recuerdos no se pueden tocar. Entonces me recuesto en la cama, y con el papel que me he robado por la tarde, le escribo estas líneas, aunque también me han dicho que no debería escribir más.
Dejo el papel y la pluma y tomo la sombrilla roja. Ellos creen que estoy loco, pero no es así. Salgo a los jardines del hospital y me cubro de la luz de la luna que me pega en el cuerpo, ¿qué para que hago esto? Para que la intensa blancura de su rostro no me dañe nunca más.

lunes, 7 de septiembre de 2009

Historia de pueblo

Recuerdo que éramos inseparables. Todos los días y a todas horas se nos veía juntos, salvo esa noche que peleamos y ella corrió por aquellos callejones en los que le habían dicho que nunca debía meterse, callejones oscuros, húmedos. Nunca supe exactamente que pasó esa noche; nunca supe por qué, desde ese día, empezó a llorar.
Unos meses después, a punta de pistola me casaba con ella. «Vas a responder por el hijo que ella lleva en el vientre», gritaba su padre. Así caminé al altar y así la desposé. Ella no dijo nada; yo tampoco lo hice. La verdad es que ninguno de los dos entendíamos que pasaba.
Ahora, varios años después, lo entiendo todo. Comprendo a su padre, comprendo su llanto y sé que el hijo que cuido y alimento no es mío. Ha sido un proceso largo, pero por fin creo que este entendimiento me traerá la felicidad que busco, esa felicidad a lado de mi esposa, esa esposa que el destino eligió para mi cuando yo tenía doce años.